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De la tragedia

مشخصات کتاب

De la tragedia

ویرایش:  
نویسندگان:   
سری:  
 
ناشر: Grupo Editor Montressor - Edit. Quadrata 
سال نشر: 2005 
تعداد صفحات: 39 
زبان: Spanish, Castillian 
فرمت فایل : PDF (درصورت درخواست کاربر به PDF، EPUB یا AZW3 تبدیل می شود) 
حجم فایل: 7 Mb 

قیمت کتاب (تومان) : 55,000



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فهرست مطالب



    La idea de tragedia y la subjetividad moderna según Kierkegaard

  Ignacio A. Gordillo

  

                 En este trabajo se aborda la obra del filósofo danés Sören Kierkegaard La repercusión de la tragedia antigua en la moderna (1843) con el propósito de conocer la mirada de este filósofo sobre los elementos comunes y diferenciadores de la tragedia griega antigua con respecto a la moderna y las implicaciones de este análisis a la hora de pensar algunos rasgos de la existencia del individuo moderno. Además, se ofrece previamente un comentario acerca de la vida y el pensamiento de este autor, ya que estos aspectos se hallan particularmente interrelacionados en su caso, tal como se puede apreciar en el texto sobre el género trágico.

                Una vida poetizada

                Sören Kierkegaard nació en Copenhague, Dinamarca, en el año 1813. Fue hijo en segundas nupcias de un comerciante de rigurosa religiosidad protestante sometido por sentimientos de culpa y fantasías morbosas. Kierkegaard creció bajo esta influencia paterna, que junto con la muerte de su madre y cinco hermanos entre los años 1819 y 1834, y sumados a su temperamento melancólico y reflexivo, le infundieron cierta sospecha de que una maldición pesaba sobre su familia, tal como creía su padre.

                En su juventud, en un primer intento de reconciliarse con el mundo y de luchar contra ese carácter trágico y melancólico, descuidó los estudios de Teología en la Universidad de Copenhague (que había iniciado en 1830) por sus intereses estéticos y literarios y se unió con sus compañeros a la vida superficial y despreocupada de los cafés de la ciudad. Como consecuencia de ello y por cierta rivalidad con su hermano, su padre y él discutieron aunque finalmente acordaron que dejaría de vivir en la casa paterna, recibiendo una cantidad anual de dinero por parte de su padre. Un año después, Kierkegaard se reconcilió con su padre, quien le confesó que de joven había maldecido a Dios y que había vivido maritalmente con su madre antes del matrimonio. Lleno de compasión se unió más a su padre que falleció unos meses más tarde -en agosto de 1838. A partir de estos sucesos, Kierkegaard experimentó una conversión más plena a la vida religiosa y terminó con esmero sus estudios universitarios de teología y filosofía. En 1841 recibió el grado de Magister en filosofía con su tesis titulada Sobre el concepto de ironía en constante referencia a Sócrates.

                Por otra parte, unos años antes, Kierkegaard había conocido a una muchacha de quince años llamada Regina Olsen. Desde su primer encuentro en la primavera de 1837, quedó impresionado y pronto se enamoró de ella. Durante más de tres años la cortejó y en septiembre de 1840 se comprometieron, habiendo así desbancado a otro pretendiente con el que Regina ya tenía cierto compromiso. Sin embargo, el filósofo pronto se sintió desilusionado con respecto al matrimonio. Tal vez por juzgar que su carácter melancólico del que no podía desprenderse –aunque quisiera- y la vida con una mujer no eran compatibles; o acaso por entender que las circunstancias matrimoniales entorpecerían la ejecución de su vocación filosófica fundamental, Kierkegaard decidió romper definitivamente su compromiso matrimonial en 1841. Algo de ambas hipótesis no dirimidas de modo cabal, se encuentra de modo explícito en las páginas de su enorme Diario personal (escrito de 1834 a 1855, fueron finalmente publicados en cinco mil páginas y veinte volúmenes). En definitiva, terminó por convencerse de que su personalidad problemática terminaría por destruir a Regina, a quien tanto amaba. Para evitar explicarle las verdaderas causas, pues eso hubiera acrecentado su dolor e incluso hubiera podido impedir el rompimiento, Kierkegaard aparentó un comportamiento frívolo e indiferente con la intención de que Regina pudiera rechazarlo más fácilmente.

                Así fue como aquel amor por el que había luchado y que le hubiera servido –junto a la reconciliación con su padre y la conclusión de sus estudios- para encaminar su vida de una forma normal y responsable, se deshizo en poco tiempo. Fueron estos hechos los que produjeron en Kierkegaard un gran dolor que lo acompañó durante toda su vida y se refleja en sus obras, donde hay continuas referencias tanto a Regina como a su padre.

                Unos días después del rompimiento con Regina, Kierkegaard partió para Berlín, en donde asistió a un curso del famoso filósofo Friedrich Schelling. De regreso a Copenhague, Kierkegaard se dedicó de lleno a su tarea como escritor y en menos de un año y medio publicó alrededor de mil páginas. En 1843 escribió, entre otros trabajos firmados con seudónimos, su monumental obra O lo uno o lo otro cuya primera parte se orienta hacia lo estético (y donde aparece el texto La repercusión de la tragedia antigua en la moderna), mientras que la segunda es una especie de réplica desde una perspectiva ética. Durante el resto de sus años continuó escribiendo constantemente, ya que debido a la cuantiosa herencia paterna recibida no necesitaba de un trabajo remunerado que le pudiera impedir la concentración en sus ideas.

                En 1848, luego de una nueva experiencia religiosa que lo llevó a considerarse un elegido de Dios para defender la verdadera fe, Kierkegaard abandonó el recurso habitual a los seudónimos. Sus últimas obras se caracterizan por un ataque continuado y rotundo a la Iglesia danesa: le criticó haber pactado con la temporalidad mundana, acusándola de haber mitigado las exigencias del cristianismo y de presumir falsamente de estar unida a Cristo. Finalmente, las tensiones producidas por estas controversias en las que participó el filósofo a raíz de sus escritos fueron minando su salud y, tras permanecer durante un mes en el hospital, falleció el 11 de noviembre de 1855 en su ciudad natal.

                La importancia de repasar la vida de Kierkegaard consiste en que dar cuenta de ella es hablar de una parte fundamental de su obra y pensamiento. En toda su obra se vislumbra un método de transmisión ligado a la experiencia subjetiva, una narración reflexiva del acontecer interno, que a partir de lo íntimo y singular muestra el rasgo univer­sal de la experiencia humana moderna. El pensamiento existencial del filósofo danés le llevó a no desarrollar a fondo un tema hasta que no se hallara imbuido de él. Así, las tensiones y contradicciones que persistieron a lo largo de toda su vida se desplegaron pasionalmente en cada una de sus obras (estéticas, éticas o religiosas). Es a partir de su vinculación con esas historias personales, y a pesar de ellas, como él reflexiona sobre el ser humano y presenta su filosofía. En este sentido, se puede decir que Kierkegaard ha poetizado su vida en sus escritos.

                Desde esta valoración de la subjetividad, Kierkegaard fue crítico con la filosofía entendida como sistema tal como la desarrolló Hegel. Sostuvo que la filosofía de Hegel es inútil pues no ve en ella traza alguna de la propia individualidad, que es lo que realmente importa al hombre, y le incriminó ser creadora de falsas perspectivas de infinitud. Su filosofía, en cambio, es sobre todo reflexión personal sobre la propia existencia. El individuo es esencialmente finito y no puede alcanzar un saber total a través de un sistema de ideas; él sólo puede acercarse progresivamente a la verdad de su existencia, a cuyo término no existe ninguna verdad racional u objetiva.

                A este saber de que el hombre no puede darse sentido a sí mismo se llega a través de sucesivas aproximaciones ya que, por su misma finitud, él sólo puede ir optando entre distintas alternativas. Tales aproximaciones son los estadios que Kierkegaard describe a lo largo de sus obras -sobre todo en O lo uno o lo otro (1843), Temor y temblor (1843) y Estadios en el camino de la vida (1845). Éstos son etapas de la vida que comportan un modo de ser determinado de la existencia humana. Ellos indican el modo en que el hombre ha afrontado su realidad esencial: ser un individuo. Los estadios son tres: la vida estética, la vida ética y la vida religiosa; sin embargo, no conforman un sistema, ya que el paso de uno a otro no está mediado ni es una síntesis de los anteriores, sino que se realiza por un “salto” lleno de complejidades. Dichos movimientos no están regidos por una ley racional, sino que se trata de alternativas concretas, es decir, una cuestión de elección y compromiso personal. En estas decisiones, en última instancia, el hombre elige sobre sí mismo.

                El estadio de la vida estética está representado por la figura de Don Juan, el seductor que persigue un ideal de vida hedonista refinada, diferente del erotismo vulgar. Él conquista como un poeta y espiritualiza la carne. Libre de compromisos, persigue lo inmediato y el instante pero, tras advertir su fugacidad, cae inevitablemente en el aburrimiento, pues la actualización va perdiendo su carácter estimulante y culmina en la desesperación.

                Una nueva posibilidad se abre con la opción por la vida ética. La nueva clase de relación con los demás que aquí se inicia, es simbolizada por el matrimonio y el estado de compromisos y cumplimiento de deberes éticos que éste impone, los cuales suponen la aspiración a la universalidad a través del seguimiento autónomo de la ley moral. A diferencia de lo estético, la vida ética muestra la persistencia del sujeto en un ámbito del deber que ya no guarda el encanto de lo novedoso. Sin embargo, el individuo termina advirtiendo su incapacidad para realizar lo general, pues sólo se apoya sobre sí mismo.

                El hombre tiene, entonces, la posibilidad de un mayor conocimiento de sí mismo en un plano superior: la vida religiosa. Aquella se ejemplifica en el sacrificio de su hijo por Abraham: no entiende, pero cree. De esa manera, el individuo que no entiende la fe y cree se halla ante el absurdo, pero también se descubre a sí mismo como pura subjetividad. El paso del segundo al tercer estadio requiere una suspensión total del modo de pensar propio del estadio ético y un salto irracional hacia el “abismo” de la fe. Aquí, el individuo determina su relación con lo general a través su relación con lo absoluto. En la religión no hay deliberación; sólo existe la soledad de la relación de fe y obediencia del hombre ante Dios. Fe es aquel amor que jamás pretende tener razón ni fundamento (razones que el amor erótico y el matrimonial no descartan). Se trata de abrazar este absurdo y seguir el camino del sufrimiento, en vez de teorizarlo como se acostumbra para hacer de la existencia algo más tolerable. En definitiva, la fe cristiana no es filosófica. En este sentido, vale tener en cuenta que lo que se pueden llamar las ideas filosóficas de Kierkegaard se hallan en realidad muchas veces inmersas en los problemas religiosos o específicamente cristianos que tanto le interesaban.

                 

                La tragedia antigua y la moderna

                El texto La repercusión de la tragedia antigua en la moderna fue publicado en 1843 dentro del primer volumen de la obra O lo uno o lo otro, volumen que suele considerarse como orientado hacia el estadio estético. En este breve escrito, también conocido como Antígona, el filósofo danés se encarga de analizar las diferencias entre la tragedia antigua y la moderna.

                En un primer momento, retomando la clásica definición de tragedia de Aristóteles (Poética 1149b, 24-28), Kierkegaard examina sus rasgos esenciales y los reflejos correspondientes de la tragedia antigua en la moderna y sus contrastes. Aunque sostiene la existencia de una “tierra firme” donde asientan lo trágico en sí mismo (ya sea en su versión antigua o moderna), lo cual se confirma por el uso continuado de la definición de Aristóteles, advierte sobre las dificultades que muestran las definiciones aristotélicas en tanto ellas son demasiado generales. Por ello, cree que es necesario realizar un análisis pormenorizado del concepto de tragedia y sus implicaciones.

                Según el filósofo danés, la tragedia moderna y su contexto parecen estar alejados del horizonte de la tragedia griega. “Nuestra época” (la moderna), dice Kierkegaard, muestra un primer rasgo: el aislamiento del individuo y sus vacilaciones. Este aislacionismo, sostiene el filósofo, se manifiesta cuando las personas aspiran a hacerse valer como número; su norma es la intención de hacerse valer como uno. Ni siquiera las asociaciones y los agrupamientos rompen con este aislacionismo, en tanto son parciales y constituyen sólo fragmentos posibles de la sociedad. Por ejemplo, mil individuos que se hagan valer en tanto son mil individuos constituyen un caso más de ese aislacionismo. Este espíritu de disgregación de la época es acorde con la descomposición social que se aprecia tanto en el terreno político como en el religioso. En definitiva, para Kierkegaard, la época moderna tiene una peculiaridad respecto de la antigüedad; es una época más melancólica y triste, es decir, de desesperación. Así es como, tal vez paradójicamente, un pensador que priorizó la individualidad de la existencia en sus reflexiones filosóficas, se opone al individualismo aislacionista.

                Por otro lado, otro rasgo fundamental del solitario sujeto moderno que describe el filósofo, es que él se reconoce como responsable de su devenir, es decir, se rige por lo ético. En este sentido, el hombre moderno se encamina por el derrotero de lo cómico, pues lo cómico consiste en el hecho de que la subjetividad se pone como norma de valor. Una personalidad aislada se vuelve cómica cuando intenta valer su inevitable contingencia frente al necesario movimiento del mundo. Como sabemos, en la modernidad, el punto de partida es el hombre erigido como sujeto autónomo y ya no lo dado; sin embargo, al mismo tiempo, se reconoce que un individuo nunca puede ser enteramente dueño del ámbito de las relaciones que lo enmarcan (y es esta limitación de la vida ética la que llevará a Kierkegaard a proponer luego un estadio religioso de la existencia).

                Vale tener en cuenta que, además, como decía Hegel, es la figura literaria de la comedia la que señala el final la forma clásica de la tragedia. Aquí los dioses mueren y forman un espectáculo cómico en el cual son vaciados de su contenido y determinabilidad absoluta, “convirtiéndose con ello en juguetes de la opinión y de la arbitrariedad de la individualidad contingente”[1]. Es decir, con el realzamiento de la subjetividad, se pierden la necesidad y referencia objetivas que aparecían en la tragedia griega.

                En la misma línea, Kierkegaard sostiene que en el mundo de la tragedia antigua la subjetividad no era autorreflexiva ni plenamente independiente ya que, si bien los personajes actuaban libremente, a la vez dependían de instancias superiores (ya sea el Estado, la familia, el destino, etc.). Aquí la dialéctica que anudaba al héroe con aquello que lo determinaba era de tipo objetivo. Es decir, la culpa trágica se presentaba como una facticidad objetiva en cuanto se hallaba ligada a relaciones más bien “naturales” que incluían evidentemente a los seres humanos. De esta manera, la desgracia del héroe trágico guarda un doble aspecto y una dialéctica particular: por un lado, es consecuencia de su acción y, por el otro, asume la forma de un padecimiento ineludible.

                En cambio, como se dijo, la época moderna es esencialmente aislacionista y basada en la responsabilidad individual, por ende, cuando se pretende que aparezca en ella lo trágico, en realidad lo único que se termina mostrando es la “maldad” en toda su perversión. Es decir, aquí la tragedia sobrevendría como causa de una especie de pecado personal, es decir, algo de una índole no verdaderamente trágica en su sentido original. Aquí se ha perdido esa ambigüedad del delito propiamente trágico que se daba en la antigüedad, esa denominada culpa estética. 

                Ante la conciencia del hombre moderno, dice Kierkegaard, la idea de que un hombre sufra indefectiblemente a causa de infortunios frutos de su pasado o linaje resultan fuera de lugar. El individuo es concebido fundamentalmente responsable de su vida, por lo cual la culpa que acontece ya no es estética, sino de tipo ético. Desde esta perspectiva, como decíamos, si algo desgraciado le sucede a un hombre, es a causa de sus malas acciones. Por lo tanto, en el mundo moderno no hay tragedia, sino un individuo enceguecido que se perjudica a sí mismo a raíz de su obrar equivocado. El filósofo danés ironiza sobre esta creencia diciendo “que es poco menos que un reino de dioses la generación a la que tenemos el honor de pertenecer”[2].

                Es que en realidad, para Kierkegaard, la época moderna es una época de desesperación humana. El sujeto que pretende ser absoluto en medio de toda esa relatividad del mundo moderno termina siendo grotesco, es decir, algo desproporcionado y desubicado respecto de su realidad. Paradójicamente, Kierkegaard sostiene que sería en el ambiente de la tragedia antigua lo que permitiría al individuo ser feliz, ya que aquí cada hombre puede asumir su propia relatividad en tanto se asume como una parte dentro de un conflicto de fuerzas mayores que lo subsume:

                “el individuo sólo es feliz en cuanto está metido en la tragedia. Lo trágico contiene en sí una dulzura infinita. Con toda propiedad se puede afirmar que en el sentido estético, lo trágico es para la vida humana algo así como lo que en su orden, representan para ella la gracia y la misericordia divinas. Incluso diría que es todavía más tierno y, por tal motivo, estoy dispuesto a llamarlo un amor maternal que acuna al que está atribulado”[3].

                 

                Desde este punto de vista, la dulzura estética de la tragedia se diferencia claramente de la dureza e inclemencia que la culpa ética conlleva en el individuo moderno. Se puede decir que esta época ha perdido esa dulzura de la plenitud, pues el hombre moderno ya no se siente parte de una totalidad mayor; él no está “en casa”, sino que se encuentra asolado por la duda y la melancolía. Percibe su existencia como una pesada carga; huérfano de una trascendentalidad a la cual referirse, la duda ensombrece todas sus decisiones. Nada más lejano de la escena trágica original, en la cual cada acción se revelaba necesaria por obra del implacable destino. En este sentido, la tragedia moderna fue definida por el crítico literario y filósofo Georg Lukács como un reblandecimiento, pues “su psicología subraya lo momentáneo y perecedero de las almas”[4].

                 

                La pena y el dolor

                Por otro lado, Kierkegaard encuentra más diferencias entre lo antiguo y lo moderno al relacionar la denominada culpa trágica del héroe con los estados afectivos que provoca la tragedia en el espectador. En este sentido, la definición aristotélica postulaba que la tragedia debía despertar en él terror y conmiseración, es decir, un sentimiento de compasión ante las desventuras que le suceden al héroe trágico. Kierkegaard se dedicará a analizar el llamado estado de “conmiseración” en cuanto sostiene que éste se halla en estrecha relación con lo que él llama la culpa trágica y la dialéctica que ésta conlleva. El autor menciona el hecho de que existe cierta variedad en ese sentimiento de compasión, pero ello no significará un vuelco de su análisis hacia aspectos caprichosamente subjetivos, pues tales estados del alma se corresponden con la variedad de la culpa trágica misma. En este sentido, considera que la pena y el dolor son categorías útiles a la hora de analizar las coincidencias y diferencias del concepto de culpa en la tragedia antigua y la moderna y, por ende, para apreciar el estatuto de la subjetividad en esas diferentes épocas.

                En la tragedia antigua, la culpa trágica consiste fundamentalmente en una pena que es esencial, mientras que el dolor es más superficial; mientras que en la tragedia moderna, sucede a la inversa y la cuota de dolor es mayor que la pena. Una vez aclarado esto, vale preguntarse cuáles son específicamente para el autor las diferencias entre estas dos categorías.

                En primer lugar, el dolor “moderno” se caracteriza por suponer un espacio de reflexión acerca de las causas del sufrimiento, cosa que no existe en la pena. Este dolor se ve representado por el sentimiento de arrepentimiento, lo cual refiere a la existencia de una realidad ética. Su transparencia en relación con la culpa sentida la hace infructífera desde una perspectiva estética; no se trata del legítimo dolor estético. Las nociones de responsabilidad y culpa individual utilizadas en la tragedia moderna llevan a que el espectador no sienta ese profundo sentimiento de compasión por lo que le ocurre al protagonista. Desde esta visión, el sujeto se halla abandonado a sus propias decisiones y sin ninguna referencia trascendental, por lo tanto, se puede decir que ya no hay verdadera tragedia. Se trataría más bien de un drama, en tanto la fuerza que origina ese sufrimiento ha perdido lo forzoso del destino y su carácter de necesidad. Solo hay un dolor reflexivo que muestra un choque interior del sujeto; es ese dolor que “siempre pretende estar a solas consigo mismo y escudriña en esa soledad nuevos dolores” [5].

                Por su parte, la pena que aparece en la tragedia antigua es básicamente de carácter irreflexivo, si bien al mismo tiempo en el héroe anida una oscura sospecha acerca de las fuerzas mayores e ineludibles que intervienen en su desgracia. La necesidad caracteriza a las fuerzas que actúan en la tragedia de los griegos, a ellos “las coyunturas de la vida le han sido dadas de una sola vez, de la misma forma que el horizonte que se extiende ante sus ojos […] nunca será otro”[6]. Aquí lo que se muestra es una pena esencial que no se halla en tal o cual sujeto, sino que es intrínseca a la misma tragedia. Comprenderla exigiría, según Kierkegaard, incorporarse plenamente la experiencia de los griegos; por eso, más allá de alguna superficial admiración, la época moderna se distancia empáticamente del contexto de la pena griega; como dice Hegel, las obras de la Grecia clásica “ya sólo son lo que son para nosotros”[7]. La pena del héroe de la tragedia antigua es la auténtica pena estética y su desenvolvimiento es contrario al del dolor, pues aquí “cuanto mayor es la inocencia, más honda es la pena”[8]. Ese destino desgraciado en que cae inevitablemente el héroe mueve al espectador a sentir esa compasión característica de la tragedia antigua.

                Sin embargo, Kierkegaard también afirma que para que cumpla con todos los rasgos de una tragedia, el elemento de culpabilidad y, con ella, la consideración de cierta esfera de libertad deben subsistir en el héroe antiguo en tanto agente de sus acciones. En definitiva, la culpa trágica es una especie de culpa original, y bajo esa condición encierra la paradoja de ser culpa y no serlo a la vez. De esta manera es como muestra esa ambigüedad propia de lo estético que lo distingue del terreno ético y del religioso. La verdadera pena trágica exige necesariamente un elemento de culpa y, a la vez, un auténtico dolor trágico requiere un elemento de inocencia. Así es como se conjugan ambas categorías y puede vislumbrarse la dialéctica en la que se desenvuelve el concepto de la culpa trágica en la tragedia antigua.  

                La escritura de papeles póstumos

                En su texto La repercusión de la tragedia antigua en la moderna, Kierkegaard también realiza una reflexión acorde a su época acerca de su propia tarea como escritor. Él sostiene que su trabajo es “un sondeo de esfuerzos fragmentarios, […] como un ensayo en el arte de escribir papeles póstumos”[9]. Es decir, se trata de una estética de lo fragmentario, de lo aforístico e inacabado. En este escrito se aprecia como Kierkegaard despliega su habilidad en el género poético articulando memorias personales, discurso filosófico y análisis. El autor mismo se define como un escritor aficionado que no redacta sistemas ni da promesas de tal. Esto tiene sentido, en cuanto un trabajo totalmente terminado no guardaría ninguna relación con su personalidad poética pues, como dijimos, él parte primordialmente de sus experiencias subjetivas para poder pensar.

                Desde otro punto de vista, la escritura ensayística de tipo que corresponde a los papeles póstumos exhibe, además, la existencia problemática que caracteriza al hombre moderno. La forma propia del ensayo expresa la renuncia a la pretensión totalizante de los sistemas filosóficos Idealistas que Kierkegaard denostaba, y se limita a trabajar la propia existencia como herramienta de reflexión. Su avanzar a tientas es característico de la indecisión y la duda acerca del sentido de lo que se escribe.

                Las obras póstumas sirven para escapar de la objetivación total de lo que se escribe, ya que son como “ruinas”. Debido a este carácter abrupto, espontáneo y vago, tienden a despertar en el lector la necesidad de colaborar con el poeta. A diferencia de una obra completamente elaborada, la cual puede obstaculizar el conocimiento de la personalidad de quien la produjo, para Kierkegaard la obra incompleta convoca a la interrogación, sugiere la producción de nuevas ideas y también invita a imaginarse la personalidad del individuo que la ha escrito y el momento en que lo ha hecho.

                En este sentido, este filósofo que descree de las verdades absolutas, sostiene que la riqueza de una persona consiste en prodigarse fragmentariamente. Es decir, en esa especie de dulzura trágica que implicaba asumir la relatividad del hombre. Según Kierkegaard, el gozo (y el arte) se asienta “alrededor de lo que es fugitivo y brillante como el relámpago”[10]. Es justamente ese carácter ruinoso e incompleto del accionar humano lo que lo distingue del comportamiento monolítico e invariable propio de la naturaleza o la divinidad. En síntesis, se considera que toda creación humana es fragmentaria, inacabada, en tanto a los individuos no les es posible una contemplación eterna, más bien propia de dioses. Así, vemos aparecer de nuevo a la orfandad trascendental y la búsqueda infructuosa de sentido como rasgos típicos del habitante del mundo moderno.

                La Antígona moderna

                Como se dijo, la posición subjetiva desde la que se instala Sören Kierkegaard para llevar a cabo su análisis sobre la significación de la tragedia le permite otorgar el estatuto de categorías al dolor y la pena en tanto las considera ejes para pensar la subjetividad moderna. En este sentido, uno de los objetivos del texto de Kierkegaard es incorporar las características de la tragedia antigua en la tragedia moderna, de modo que esos elementos propiamente trágicos aparezcan reflejados en ella. Con tal fin, a partir del argumento de la Antígona griega de Sófocles, crea una nueva Antígona, poderosa, introspectiva, doliente; una versión moderna subjetivizada de un modo original. Como veremos, en este personaje de Antígona, el filósofo danés anuda hilos fundamentales de su existencia personal con elementos de su producción filosófica vinculados al modo en que piensa al sujeto moderno.

                Kierkegaard elige expresamente una figura femenina, pues según su visión una mujer representa mejor las categorías de la pena y el dolor. Como mujer, posee bastante sustancialidad para sentir la pena y, como parte del mundo moderno, ostenta un profuso mundo reflexivo para vivenciar el dolor y el sufrimiento.

                La nueva Antígona, como buen personaje trágico, es dueña de una culpa original, la culpabilidad hereditaria de un secreto, el incesto de su padre Edipo, el cual determina su pesar, pero la reflexión transformará esa pena en dolor. Tal como mencionamos, con la modernidad, el individuo trágico se subjetiviza y se torna más conciente de que el implacable destino vinculado a toda una familia es más bien una culpa en el individuo mismo. De este modo, el dolor se constituirá en la dote de esta heroína moderna. Ella posee un secreto cuya certidumbre le provoca angustia, ese sentimiento –dice Kierkegaard– por el cual la pena se subjetiviza y se asienta en el corazón humano. La angustia alude a una categoría de la reflexión en tanto está ligada a un examen de la temporalidad, es decir, sobre lo pasado o sobre lo que sobrevendrá. Esto la diferencia de la pena griega, la cual es pura actualización. La angustia, entonces, es un elemento que se integra exclusivamente en la tragedia moderna.

                La certidumbre de la Antígona moderna en torno a ese secreto que debe guardar eternamente la mantiene ligada a su linaje, está incluida en la cadena generacional, es parte de la serie trágica. Sin embargo, ella es fuerte y estará orgullosa de haber sido elegida para salvaguardar la gloria y el honor de la familia y de su amado padre Edipo. Kierkegaard dice que ella es silencio porque guarda su secreto en las profundidades de su alma; el escenario de esta tragedia moderna es ese retorno sobre sí misma, es interno, espiritual. La suya no es una pena que la deja muerta, sino que, engendrando su dolor, la hace nacer a ella misma a partir de ese dolor. Dice Kierkegaard que ella es la esposa de la pena ya que consagra toda su vida a lamentar el destino de su padre y el suyo: “Antígona es enorme en el dolor”[11]. Su dolor es reflexivo y este se caracteriza por su solipsismo. Ella no desea que los demás conozcan ese secreto, lo aísla, lo protege, lo envuel­ve como su tesoro más preciado y no se permite exponerlo a los demás.

                Luego, con la muerte de su padre, se verá definitivamente impedida de librarse de su secreto y se obligará a una reserva total. Además, la duda acerca de si su padre conocía o no los hechos, constituye el rasgo moderno que provoca su inquietud. Pero el choque trágico aparece esencialmente cuando Antígona se enamora. Como dijimos, su dote es el dolor con el que carga pero, con el enamoramiento, su vida comienza a tornarse aún más violenta interiormente. Combate consigo misma en tanto pretende conservar su secreto durante toda su vida, pero ahora le persigue la pregunta acerca de si su amor no vale el sacrificio.

                En un momento posterior, se intensifica este choque entre el respeto al secreto de su padre y el amor que ella comparte con su amado. Al tiempo, éste sospecha de la profundidad del secreto que Antígona guarda pero, confiado en su amor, piensa que no se trata de una barrera insuperable e insistirá con vehemencia en que ella le abra su corazón. Ella se negará a revelarlo y con cada reclamo de aquél su dolor irá aumentando cada vez más; incluso él seguirá insistiendo ya sólo por obstinación.

                Finalmente, las fuerzas que chocan en la heroína son tan grandes que sólo con la muerte podrá encontrar su descanso. Así es como, dedicando toda su vida a la pena, ha logrado poner un dique que evitará la consecución del infortunio en su linaje. La pregunta que queda para Kierkegaard es entonces: ¿cuál es la fuerza que mata a nuestra heroína moderna? Por un lado, es la mano de un muerto, puesto que es la remembranza de su padre la que la condena; pero, por otra parte, se puede decir que es la mano de un vivo la que le lleva a morir, ya que su amor desdichado aumenta gravemente la pena de Antígona por tener que guardar su secreto.

                Así es como se puede decir que Antígona es Antígona Kierkegaard. Por un lado, en relación a la mano de un muerto porque participando en la culpa religiosa de su padre, él se hace cargo de intentar saldar una deu­da que sólo pudo pagar con dolor y sufrimiento. Pero, también, en tanto ese dolor está en relación con una persona amada y con algo que no puede decirse, Kierkegaard puede referirse a su propia historia de vida, es decir, a su amor frustrado con Regina Olsen, pues él conservó en secreto sus penas y los motivos de la separación para no deshonrar o lastimar a Regina. En última instancia, se puede decir que Kierkegaard, quien siempre anudó experiencia personal y obra, veía cumplidos en el desarrollo de su propia vida esos rasgos trágicos en un ambiente moderno, una tragedia moderna al estilo de la que describió para su Antígona.

 

 

    Bibliografía:

 

-          Camps, Victoria. Historia de la ética. La ética moderna. Crítica, Barcelona, 1999. 

-          Hegel, G. W. F. Fenomenología del espíritu (trad. Wenceslao Roces). Fondo de Cultura Económica, México DF, 1966. 

-          Kierkegaard, Sören. La repercusión de la tragedia antigua en la moderna (trad. Julia López Zavalía). Quadrata, Buenos Aires, 2005.  

-          Kierkegaard, Sören. Diario de un seductor. Estudio preliminar de Silvia Gutemberg. Trad. Antonio Villar. Editorial Gradifco, Bs. As. 2004. 

-          Librán Moreno, Miryam. “Sófocles, Antígona”, en Pilar Hualde Pascual y Manuel Sanz Morales (comps.), La literatura griega y su tradición. Akal, Madrid, 2008, pp. 111-144. 

-          Lukács, Georg. El alma y las formas (trad. M. Sacristán). Grijalbo, Barcelona, 1985. 

-          Martínez,  Graciela. Kierkegaard: El Poeta Filósofo. Disponible en: http://www.psi-elotro.com/foro/kierkegaard.htm

 

 

 

[1] Hegel, G. W. F. Fenomenología del espíritu, Fondo de Cultura Económica, México DF, 1966, p. 433.

[2] Kierkegaard, Sören. La repercusión de la tragedia antigua en la moderna. Trad. Julia López Zavalía. Editorial Quadrata, Bs. As., 2005, pág. 26.

[3] Id., Ibíd., pág. 28.

[4] Lukács, Georg. El alma y las formas, Grijalbo, Barcelona, 1985, pág. 257.

[5] Kierkegaard, Sören, Op. Cit., págs. 42-43.

[6] Ibíd., p. 56.

[7] Hegel, G. W. F. Op. cit., pág. 435.

[8] Kierkegaard, Sören, Op. Cit., pág. 39.

[9] Ibíd., pág. 45.

[10] Ibíd., pág. 44.

[11] Ibíd., pág. 62.




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